Lo que queda después de parpadear

Tengo pánico a las páginas en negro. Esas que están llenas de garabatos frustrados, o de palabras inútiles que se resisten a ser desechadas. No me gusta reconstruir, prefiero la huida y empezar de cero. ¿Miedo al fracaso?, ¿Absentismo moral? No lo sé. Hay preguntas que hace tiempo  me acompañan y  no formulo por el miedo a que no tengan respuesta, o que simplemente esta sea una mierda. ¿Dónde van los mensajes que nunca llegan?, ¿Por qué dijo que me llamaría si no lo ha hecho?, ¿Para qué lo hice si sabía que no iba a funcionar?, ¿Sirve de algo llorar bajo el agua?.
Momentos clave, de esos que siempre recuerdas cuando estás con tus amigos, o cuando necesitas aferrarte a una sensación, a algo bueno que fue efímero pero te empeñas en estirar y recordarlo, mientras sientes  el espejismo de ese vello erizado, esa ansiedad generalizada, o las lágrimas resbalando por tus sienes. ¿Pero qué hay de esos momentos de vacío absoluto?, no hablo de soledad ni desolación. Hablo de  monotonía. Recuerdo que cuando era  pequeña, no flipaba con bolsas de plástico que bailaban al son de remolinos de viento otoñales. Tampoco me cautivaba el minimalismo del paisaje que veía desde mi ventana. Cuando era pequeña tan sólo quería ser una más, tener un par de amigas por si algún día una de ellas estaba enferma, y que alguno de los chicos se fijara en mí.
Aún conservo el rubor de la angustiosa emoción de dejarlo todo para el final. Me siguen sorprendiendo estúpidas paradojas: la última vez que vi a mi abuelo  era la primera que lo veía con chandal. También me  estremezco al recodar a  la niña que saltaba por la calle, feliz porque llevaba una corona de papel. Mientras el mendigo que la miraba, utilizaba el café instantáneo como calefacción inmediata. Me gusta sentir las mantas muy bien apretadas, tanto que no puedes respiras. Un beso de buenas noches, uno de los de verdad. Vislumbrar con lástima y admiración a la señora que viste de negro charol, y que a pesar de  que sale sola, siempre  vuelve acompañada. Aún molestan, las coletas realmente apretadas que llevaba en secundaria y aún les  duelen los  cientos de 5 minutos, que esperaba esa pareja, sabiendo que el resultado sería negativo. Admiro a  las viudas liberadas, que de vez en cuando vuelven a la tumba para asegurarse de que no se abra. O al hombre de mediana de edad que vive encima de un árbol. Y su atractivo hijo adolescente, que se enorgullece de cruzar el río cada mañana. La sensación de haber estado cerca de morir y a la vez deshacerte en carcajadas. Despertar tras la anestesia y no saber por dónde te rajaron. El incómodo niño del autobús, que con su pistola de manos entrelazadas te ha matado a ti, y a todos tus compañeros.
O la señora rubia de edad avanzada que corre a  comprar otra tarta, pues se la comió antes de cantar el cumpleaños feliz. Aquel chico de provincias que espera ansioso su primer tatuaje en la capital. El chico gordito y con barba, enfadado porque las  prostitutas de montera juegan a lanzarse su gorro de lana. La señora tan genuina que habla sola y te mira esperando una réplica que no le interesa.
Me gusta la gente que tropieza por mirar su reflejo en los escaparates, en los coches o en las gafas de sol. Los amores subterráneos, esos que duran dos minutos, o tres paradas, o lo que tardes en salir del vagón. Las horas perdidas que nunca la fueron, las miradas furtivas invisibles para el otro o los trenes que pasan sin despeinarte el flequillo.
Lo reconozco, echo de menos sentarme en el parque con el único propósito de terminar la bolsa de pipas para regresar a casa, con los labios hinchados de besar la sal.

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