El año pasado la vaquilla pilló a un señor. Mi madre que siempre estuvo en contra de los acontecimientos taurinos, estaba allí para reivindicar su indignación y claro, al verlo su rostro se iluminó. Por fin se habían escuchado sus plegarias. Todo el mundo pensó que se ruborizaba ante el dantesco espectáculo del señor en cuestión, y digo en cuestión por no decir en cueros. La vaquilla se había dedicado a despojarle de sus prendas, una a una. Como en el mejor de los estreptees, la gente gritaba, algunos se tapaban los ojos con las manos abiertas y sólo uno de ellos bajó al ruedo a lidiar con la bestia.
La tensión era máxima, sobre todo para el nuevo inquilino de la plaza que acababa de mudarse al pueblo y esto podría costarle un mote perenne, una historia que le acompañaría hasta el fin de su existencia. Y es que, era demasiado duro dejar un lugar por las historias que a él se entrelazan. Él lo sabía bien. Movido por la ilusión de encajar por fin en un sitio, cogió el capote que un mozo le lanzó y se plantó frente a la vaca.
Vaca, cansada de cargar con el señor desnudo, dio media vuelta e hizo una reverencia a mi madre, o al menos eso pensó ella. La verdad, desde que comenzó a hacer yoga, se sentía en paz, en conexión con la tierra. “La pacha mama este contigo”, me decía al salir de casa...
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